Muchas cosas están cambiando. Desde hace algunos años asistimos a una mayor concienciación social y medioambiental por parte de la ciudadanía que ha tomado diversas formas. Desde las numerosas iniciativas relacionadas con la economía colaborativa a las empresas sociales. Esta crisis —o quizá debamos empezar a tildarla ya de nueva situación- ha traído consigo un mayor interés ciudadano por la transparencia, las buenas prácticas y la ética en todos los ámbitos.
Según un informe Nielsen del año pasado “el 50% de los consumidores de todo el mundo están dispuestos a pagar más por productos y servicios de compañías implicadas en programas de Responsabilidad Social Corporativa” y “el interés de los consumidores por la responsabilidad social de las empresas ha aumentado en el 74% de los países analizados, un dato significativo que denota la importancia de que las empresas realicen programas adecuados y comprometidos con la sociedad“.
Está claro que los ciudadanos -mejor que consumidores- cada vez se fijan más en cómo se hacen las cosas. No sólo importa que el producto tenga calidad, sino que el proceso por el cual ha sido fabricado haya sido respetuoso con las personas y el medioambiente. Son numerosos los casos de empresas que han sufrido una bajada importante en sus beneficios por producir en talleres con mano de obra barata, ilegal o infantil, así como por cuestiones relacionadas con la gestión medioambiental de sus desechos.
Sin embargo, parece que todo este movimiento no termina de llegar al negocio de la música, que casi siempre se ha mantenido al margen de consideraciones éticas apoyándose en el componente emocional que la música conlleva. Al igual que el fútbol, la música provoca que sus aficionados sean capaces de dejar a un lado cualquier tipo de moral y ética. Da igual que nuestro artista preferido apoye la pena de muerte o especule en bolsa, si viene a tocar a nuestra ciudad iremos a verle pagando lo que nos digan. No hay mucha diferencia con un equipo de fútbol, cuyo presidente esté implicado en casos de corrupción e, incluso, acabe entrando en la cárcel, que si mi equipo gana lo que sea ahí estaremos para corear y alabar su nombre.
Pues bien, eso va tocando a su fin. O, al menos, eso podría indicar el caso de Glastonbury, porque la cuestión es que esto no ha sucedido con una banda cualquiera, no. Es Metallica, uno tipos que han vendido millones de discos y son capaces aún hoy en día de convocar a decenas de miles de personas, y eso que sus años de esplendor quedan ya muy lejos.
Metallica y el festival de Glastonbury
La afición a la caza de James Hetfield era conocida, al menos por los aficionados a la banda. En el documental Some Kind Of Monster y en A Year And A Half In The Life Of… aparecían escenas en las que aparecía con sus “trofeos”. Sin embargo, el estreno de un programa para el canal Historia, titulado The Hunt y narrado por Hetfield, ha desatado un cúmulo reacciones inesperadas.
El programa narra la historia de una pareja de cazadores en Alaska, que se dedican a matar -como era previsible- todo tipo de animales salvajes, entre los que se incluyen una especie de oso autóctona llamada Kodiak. La participación de James Hetfield en el programa ha motivado que miles de asistentes al festival se movilicen para conseguir que Metallica no toque en Glastonbury, llegando a montar incluso una página de Facebook y una web donde se recogen firmas.
La preocupación por la equidad social y la conservación del medioambiente tienen cada vez mayor presencia en el ámbito de la música, como indica este caso e iniciativas como Rock The Earth. Y ya parece importar poco a los aficionados los clásicos apoyos que ciertos músicos dan ocasionalmente a causas mediáticas o a las fotos que se hacen en compañía de un grupo de niños africanos. Nos hemos dado cuenta que todo eso forma parte más del marketing que de una auténtica implicación personal. Y ahora la mirada está puesta en los procesos, en cómo se hacen las cosas.
Lo que ha ocurrido en el festival de Glastonbury ha dejado clara la actitud de muchos aficionados: quizá queramos ver a nuestra banda favorita, incluso que seamos los mayores fans, pero si apoyas la caza y el uso de las armas no quiero que vengas a tocar. Y, por el contrario, muchas bandas que han demostrado una implicación real en diversas cuestiones sociales y medioambientales consiguen establecer un vínculo mucho más estrecho con su público, como Phish o Dave Mathews Band, entre muchos otros.
Es muy posible que todos los músicos deban estar cada vez más atentos a la conciencia social de sus aficionados, porque quizá el próximo que se vea en una situación como esta lo haga porque su gira es escandalosamente costosa, porque tenga un alto impacto ambiental o porque sus trabajadores cobren demasiado poco. Como ya advirtió Peter Drucker en 2002, las empresas ya no van a competir con sus propios productos, sino con modelos de negocio. Y el negocio de la música no será la excepción.
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Texto: Juan Manuel Vilches