Una noche de metal… ¿sin metal? Pues sí, en el escenario de la sala pequeña de Santana 27 este viernes no sonaron dobles bombos ni complicados solos de guitarra. Los artistas del cartel representan sendos modelos de cómo ser un heterodoxo dentro de una escena como la del metal, tan cuadriculada en demasiadas ocasiones. Y si dos bandas que a su vez resultan tan dispares entre sí tienen algo en común que pueda dar sentido a que estén de gira juntos, sería que los dos han renunciado a impresionar a la audiencia solo a base de decibelios para centrarse en reflejar la verdadera esencia del género: la oscuridad.
Lo irónico del asunto es que uno de estos heterodoxos se llame Orhtodox. El grupo sevillano cuenta con una de las trayectorias más inclasificables del panorama estatal; su discografía apunta hacia tantas direcciones que resulta muy difícil predecir qué derroteros va a tomar uno de sus directos. Y una vez más nos pillaron por sorpresa: no tocaron nada de su recientísimo “Baal” (2011), del anterior “Matse Avatar” (2010), ni siquiera de “Sentencia” (2009). Para amoldarse a su papel de acompañantes de una propuesta tan reposada como la de Scott Kelly optaron por rescatar temas de su “Amanecer en puerta oscura” (2007), bastante alejados del doom en el que se les suele etiquetar, y ofrecer una locura sónica a base de psicodelia progresiva, sonidos de las vanguardias del siglo pasado e improvisaciones propias del free jazz. Lo atípico de la formación (guitarra, contrabajo y batería) y su excelencia técnica les dan libertad para invertir los papeles de cada instrumento (a los pocos minutos de empezar ya tuvimos el primer solo de batería, y la mayor parte del tiempo el contrabajo robó el papel protagonista a la guitarra), valerse de forma indistinta de ruido y silencio, retorcer el sonido y terminar haciendo de la imperfección —también vimos unas cuantas gambas- una virtud.
Todo esto conviertió la actuación de Orthodox en algo parecido a la banda sonora para el ritual de entrada en un mundo primitivo y esotérico, peligroso pero tentador, en el que muchos heavies hechos y derechos no se han atrevido a entrar.
Ciertamente, propuestas como la de de Orthodox no están hechas para públicos poco entrenados (y desde luego que la noche del viernes no fue una de las más fáciles), pero pocos esperaban un pinchazo de público así: apenas 70 personas pasaron por taquilla. Mal asunto, si tenemos en cuenta que Scott Kelly a priori es un valor seguro: Neurosis —banda a la que Kelly pone voz y guitarra- son uno de los grupos más influyentes y reivindicados del metal de las últimas décadas, y las visitas que han hecho hasta la fecha a nuestro país pueden contarse con los dedos de una mano.
De todas formas, si alguno pensó que por haber menos gente se iba a disfrutar del concierto con más intimidad se equivocó: a los pocos minutos de arrancar el propio Kelly tuvo que intervenir, visiblemente airado, para pedir respeto a un sector del público que ni por esas paró de hablar y molestar durante toda la actuación. Y, francamente, un concierto de Scott Kelly no es el lugar más apropiado para distracciones. Su folk enfermo se basa en un sonido cuyos tonos solo varían del gris oscuro hacia el negro, y supone una experiencia casi narcótica que exige una implicación total por parte del oyente.
Los elementos con los que lo construye son escasos pero efectivos: solo con el sonido grave y pesado de su guitarra acústica (esa afinación de ultratumba fue uno de los pocos elementos genuinamente metálicos de la noche), su voz profunda y su particular universo lírico, Kelly nos transporta al borde del abismo, al límite de lo que el dolor nos permite tolerar. Ese sonido no es una mera versión unplugged de Neurosis: aquí salen a la superficie influencias que en su grupo apenas llegamos a intuir, como las guitarras áridas y los desiertos espirituales de Earth, o los estados comatosos de maestros del slowcore como Slint y sobre todo de Codeine. Como en todos estos, la música de Kelly consigue sumir al oyente en un estado hipnótico en el que se deforma la percepción del sonido y del tiempo y lo único que se siente con claridad es la impotencia, la derrota y la muerte.
Con todo, también hubo detalles que rebajaron el nivel de tensión; entre canción y canción Mr. Kelly — un tipo grande como un armario, con unos brazos llenos de tatuajes y una dentadura necesitada de una buena reparación — demostró que debe de ser una persona afable, con comentarios sobre la creación de algunas de sus canciones, alabanzas a los paisajes Ibéricos y agradecimientos al público que no se dedicó a molestar. De hecho, la canción con la que cerró su set (una versión de Townes Van Zandt, uno de los grandes malditos del country folk norteamericano), sin dejar de sonar fúnebre, sí que pareció introducir una cierta sombra de color a su sonido. Este tipo de detalles evitaron que el concierto se convirtiera en una incitación explícita al suicidio. Y es que, si tiene que haber alguna luz en medio de la más absoluta oscuridad, posiblemente sea la que emiten gente como Orthodox y Scott Kelly.
Texto: Carlos Caneda
Fotos: Raúl Ranz