Igual era la plomiza tarde madrileña, o quizá sería el que Richard Buckner es un cantautor californiano cuyo country alternativo, a pesar de ser aclamado por el mismísimo Bon Iver, no goza del señuelo que puede acompañar a un número mayor que las treinta personas que escuchaban las rotundas canciones de la voz de este artista. Acaso era el que, a pesar de que desde 1994 con “Bloomed” comenzó su carrera, muchos ven en él la prístina cadencia sonora que puede acompañar su música a los que acechan sus canciones con las de un James Vincent McMorrow o Jonathan Wilson por no citar a artistas de otras décadas que ahora no vienen al caso. O, siendo más piratas que un bucanero, el caso sería que los audaces se han dedicado a investigar su música dentro de la red, con la dificultad añadida de no encontrar a la venta en su momento sus álbumes de estudio en nuestro país. Y como muchas veces se corre detrás de un galgo, hay que esperar a que gente como los espabilados organizadores de Heineken Music Selector le trajeran a tocar a Madrid u otras ciudades españolas. Como no se trata de plantar trigo en adoquines, la hora y veinte de su concierto madrileño fue un pequeño regalo de desgarro emocional, a pesar de la fría distancia (que parece sacada de un pasado arqueado por las arrugas, marcadas a fuego en un rostro que se sugiere cansado, sosegado, triste y curtido por el sol y la vida) entre Buckner y su público.
Aparentaba tratar de cumplir con el tratado que le traía entre manos, o mejor, con su guitarra, enchufada al pedal; donde la fuerza de las melodías puede mucho más que el intentar cambiar en exceso las canciones de sus discos de estudio, aunque en ocasiones, alteraba el ritmo de algunos temas de su último y muy notable “Our blood” en su directo. A veces uniendo unos temas con otros, otras veces pensándose lo siguiente en tocar, la tranquilidad de sus canciones transita por unos rumbos que contagian desde el inicio. Esa voz cansada y triste llega al borde de las lágrimas en excelsas tomas de contacto en vivo, como ocurre con “Traitor” y la mejor de su disco, un “Witness” que puede figurar entre muchos de sus seguidores como uno de los temas más deliciosos del pasado año. Y “Confession” anda cerca. Fue un gran disco olvidado de 2011 (en su estilo, si quieren) y eso lo sabían el puñado de espectadores que estaban atentos al rumor que dejan las suaves canciones de un “Our blood” que peca de todo menos de no pertenecer a un mismo cuerpo, el que le hace sentirse muy por encima de la media.
Eso ocurre con el resto del repertorio. Se suceden los temas bajo un manto homogéneo, bien cantado y calculado. Y deja poso. Comparándolo con Bon Iver, volviendo al mismo tema, no ofrece esa agitación de lanzarse al vacío con una voz de falsete que acompañe a sus canciones. Richard Buckner, en su caso, camina por una ruta mucho más sencilla; la que fija sus teorías mucho más en que la voz sea sólo un acompañante de esas líneas de bajo emocional que dibujan las canciones que en trazar con los tonos otras formas para llegar al fin propuesto.
Lástima que toda esa desnudez, tanto emocional como acústica, le distancie un tanto de sus temas y de su público. Esa gelidez llega a impactar, pero no sabemos si con algún arreglo musical la conmoción hubiese sido aún mayor. Pensándolo así, todas las canciones hubiesen dejado más huella aún que la disparada hacia el corazón a través de sus arreglos de estudio. Que llegan a impactar por la calurosa y sencilla carga enternecedora de todas y cada una de sus canciones; sin excepción.
Aún así, era todo lo que las pocas personas que se acercaron a verle esperábamos. La constatación de un más que notable cantautor, con mucho camino recorrido y desconocido (una vez más, una injusticia) en España. Hasta que a alguien le dé por gritar lo contrario, como ocurre muchas veces.
Texto: Ángel Del Olmo