Leonard Cohen vendió sin querer su alma al diablo (en el nombre de la saqueadora Kelley Lynch), su cuerpo a Dios (las venas hinchadas de sus manos lo delatan, por donde transita la sangre de un poeta) y la palabra a tantos y tantos de cientos de miles de admiradores, que le deben un pasado recorrido por momentos de una eterna adoración dramática y ensoñadora herencia a la música popular de estos 42 últimos años.
Disparar hacia el infinito a casi diez mil admiradores que llenaban el Palacio de los Deportes madrileño, se puede hacer o fabricando un resorte en las sillas que se pulsa a medio segundo de terminar cada canción ó entregando el corazón a un compañero de viaje que ha hecho de su cancionero el acompañamiento perfecto a tantos recuerdos que impregnaban ayer las paredes del recinto.
Con una voz eternamente perfecta, los primeros acordes de “Dance me to the end of love” dejan al público de rodillas, ante el poderío de una elegancia y la clase de una figura marcada por la mirada hacia el vacío de unos ojos que hacen enmudecer las retinas de los miles de seguidores que callan en frente. Distinguido, con camisa abrochada hasta el cuello, traje y sombrero negros, adorna su figura de distinción profunda al que acompaña un coro de tres mujeres que nos regalan la sutileza y la suave sofisticación de sus composiciones. “There ain’t no cure for love” se expande por las paredes como un vendaval. En “Everybody knows” parece que va a salir, vestida de colegiala, esa magnética bailarina de la magnífica película de Atom Egoyan, “Exotica“. Y así, construye sus canciones, para cada cual rememore sus recuerdos; su pasado y un presente de un artista a quien nada intimida.
Este visionario, que ha hecho de la poesía versos cantados, se permite el lujo, (a sus setenta y cuatro años), de hacer de su música un cúmulo de recuerdos que rezuman tanta clase como adoración. “In my secret life” retumba por las paredes. Leonard Cohen, aquel que habla de cómo echar de menos una pérdida y hacer de este dolor algo inagotable, nos regala unas canciones que, cantada una, la siguiente nos parece mejor. “Lover, lover, lover” ó como esas tres voces femeninas le hacen quitarse el sombrero ante tal muestra de caballerosidad.
El señor Cohen, que comienza muchas de sus canciones postrado de rodillas, no parece reflejar signos de cansancio tras el descanso, a poco más de una hora de concierto. Con una gira que le lleva airoso a la gloria y marcado a fuego por el arrebato del amor, es capaz de dar lo mejor de sí mismo. Tiene fondo para aguantar dos horas y media largas de concierto. Y para que su público pueda aplaudir, en igual medida, canciones más populares, como “Suzanne” (como duele en el alma, no existe en este mundo nadie que pueda cantarla como él, es suya) u otras que cada cual tiene en su haber por una alusión u otra, como “Tower of song“. De igual manera, “The Gypsy’s wife” sonó tan dulce como intachable.
Seguramente, Leonard Cohen tenga en su haber una colección de canciones que, por su calidad, se encuentren entre las mejores de la historia. Habría que dirigirse, de igual manera, hacia Tom Waits, Bob Dylan ó David Bowie, entre otros pocos. Y si se hace acompañar de una banda de la naturaleza que tiene tras de sí, las cosas se hacen mucho más fáciles (a la vez que inolvidables). Sharon Robinson, que ha escoltado al maestro en muchas de sus ilustres canciones, exhibió una voz portentosa, al igual que sus dos acompañantes, las hermanas Webb. Y ¡qué decir del barcelonés Xavier Mas! Con su bandurria, laúd y guitarra hizo que sus cuerdas vibraran como si Leonard Cohen las hubiese bendecido. El resto del equipo se mantuvo igual de perfecto. Ningún pero, ningún rasguño que hiciera palidecer la noche. Sólo una luna ficticia alumbraba a todos y cada uno de los asistentes.
Habíamos escuchado, no hacía mucho, el “Hallelujah” cantado por Rufus Wainwright en directo. Y la firma de forma impecable. Escuchada por su mentor suena a guiño mágico.
Luego vendrían, entre otras, ese homenaje en inglés al poema de su admirado Federico García Lorca, “Pequeño vals vienés“, en “Take this Waltz“. Para hacer vibrar, una vez más (y ya eran un millón de veces) a su público con la mítica hasta la saciedad, “First we take Manhattan“. Público en pie y muchos de las filas traseras se venían a las primeras para aclamar a aquel que ha hecho de lo vivido algo memorable. El recinto se venía abajo y eso que sus cimientos son nuevos. Con “Closing time” parece despedirse, no sabemos si para siempre. Si, es para siempre. Como su música, eterna. Como su porte, elegante. Quitándose el sombrero para su público; para presentar a sus artistas y agradecerles el espectáculo. Es el porte imperecedero de todo un caballero.
Texto: Ángel Del Olmo