Bill Callahan, o cómo ver el anverso y el reverso de Lambchop transfigurado en verbenas de lo-fi con estrofas de barítono cuyas rimas no hacen caso a estribillos preconcebidos. El de Maryland, pionero de un sonido clave para entender, no sólo la capacidad de dar voz a estructuras de rock sencilla, sino destrozar la improbable capacidad de dar rienda suelta a hilar fino su humor negro, espiritual o incluso político en sus letras de bebidas, amor y talento depresivo cargadas de opiáceas atmósferas melódicas, trajo a Madrid su espectáculo en un lleno Teatro Nuevo Apolo; escenario magnífico para plasmar sus rimas.
Dice “Drinking…” y todo el mundo se queda mudo. Y así empieza la mejor canción de su número quince de los álbumes de estudio (ya sea como Smog o no…), una “The sing” que hace que repitamos una y otra vez el “I’m flying, look at me now, I’m flying“, ese retazo de la inconmensurable “Jubilee Street” de Nick Cave y sus Bad Seeds; hermanadas en profundidad y delirio melódico. Abisal.
Bill Callahan y sus tres músicos, (tres guitarras y batería), no hace alardes de movimiento, ni musical ni expresivo. Su música lo dice todo y así lo transmite. Sólo saluda; una vez, no más. Da las gracias un par de veces, no más. Presenta a sus músicos un par de veces, no más. Y con esa camisa fea, de temporadas pasadas, y esos pantalones que parecen salidos de un vecino que esboza media sonrisa en el ascensor, pregunta el piso al que has de subir, para elevar sus canciones hasta las más altas moradas de un rascacielos luminoso, de una música tan bien interpretada como estudiada.
Si el comienzo del concierto dio protagonismo a la voz de su front-man, poco a poco la candidez de la música fue la estrella de la noche, con un desarrollo alargado hasta lo místico, de una razón oculta que sólo algunos saben hacer y otros recibir. Por eso, Callahan no utiliza instrumentos de cuerda ni otros complementos que adornen su repertorio. Volvemos, otra vez a Nick Cave o a Lambchop. Bill Callahan, desde lo más sencillo transmite esa ternura, frialdad muchas veces en su rostro, y siempre embeleso en sus canciones. Ahí estaba la segunda mejor de su último trabajo, “Javelin Unlanding“, una excelente “Too many birds” y así hasta llegar a poco más de diez canciones en dos horas de concierto. “America!”, “Spring“, “Drover” o “Please send me someone to love” dieron brillo a esa abatida sensación de estar en otro mundo. Para algunos, sí, serían canciones alargadas en exceso. Para otros muchos de nosotros, demuestran la capacidad de llevar al directo de forma impecable una colección de discos de estudio magníficos y fuera de lo común.
Es otro de esos crooners del rock alternativo contemporáneo, sin ninguna pose. Tirando de cuerda de lo que mejor sabe hacer. Su música, a media sonrisa. Una sola vez, no más. Y basta. Para ser memorable, muchas de las veces, no hacen falta adornos innecesarios. Bill Callahan, como ese vecino que sólo esboza media sonrisa en el ascensor, pulsa en el tercer piso y te lleva sin querer hasta el 15, el número de sus trabajos de estudio. Sin más.
Texto: Ángel Del Olmo