Desde las entrañas de los sueños de un perro, excavando en las zanjas de un lenguaje que retuerce los sinónimos más enrabietados que cubren palabras como arder, falta de aire, extrarradios de panavisión del amor, de geometría animal, de almas perdidas en tormentas glaciares de gentes bautizadas y arrancadas por el pecho gritando que no vuelven a ser capitanes en altamar, nos arrimamos a un Moisés sideral que da forma a la voz aguda de Fernando Alfaro, sus tres guitarras, la batería y el teclado que conformaron la reunión celestial de su túnel de lavado en Madrid.
Si se tienen dos almas que forman parte del vientre del firmamento musical que destrozan la periferia paranormal de la talla de “Tejido de felicidad” y “Los diarios de petróleo“, sólo hacía falta que las babas cubrieran las rayas planchadas de nuestros pantalones. Y que les den bien a todo el resto.
El rey del error del pop español, por pasearse por el infierno de la incomprensión mediática (como ha ocurrido con muchos otros grupos olvidados), se ha reunido para demostrar que aquí y ahora cuando rompe la tormenta sabemos de dónde vienen las nubes.
El mar de fondo emocional de sus excelentes canciones, se pasea con furor entre la conexión de los huesos que han operado las letras de este cirujano patafísico, cuya visión lateral del amor y del dolor que poseen las radiografías que irradian sus frases, se preguntan cómo hacerse viejo: “dímelo tú mi amor, que ya no sé lo que soy“…”. Aunque siempre con la esperanza como punto álgido del conjuro de lo que cuenta: “Podrías ser tú quién traiga la luz“.
Y nosotros, convertidos ya en “medio-perros” con una visión de gran angular en el corazón y metidos en un ascensor que todavía arde y se dispara hacia el espacio exterior, (el mundo abajo que se rindió), sólo teníamos que mirar al frente para saber que nunca diremos que no, que conoceremos a todo el mundo; y hasta las nubes les llegó. Como un agujero excéntrico que nos lleva hasta el círculo de los compases que forman el vértigo de todas las canciones de este gran grupo español.
Metiendo sus canciones en la centrifugadora del tiempo, arrastrando la vida por caminos de montaña para que no volvamos hacia atrás, entrando una y otra vez en el túnel del amor (porque dentro ya nos espera Chucho con su disfraz de bruja), lavando nuestra sangre para ser viejos en un tiempo donde aún nos puede esperar lo mejor. Y de aquí que no se mueva nadie. Porque si suenan las primeras notas de “Magic“, esa oda al tiempo que nos queda por vivir, que sepa la música española que no ha conocido otra canción mejor sobre el futuro en estos últimos 20 años.
Canciones hechas con un tejido de felicidad único, descubriendo nuestro futuro y garabateando nuestro cuaderno blanco en crudo, donde las fases del amor provienen de la confusión de los sentidos. Y si no es esto amor, lo que nos llega desde el fondo del estómago, que nos lo cuente algún sabio. Suena la devastación donde sólo hubo silencio. Han vuelto a destruir los elementos, reuniéndose, y haciendo de muchos de nosotros que nos preguntemos (una y otra vez) que si no es esto lo que nos inflama la revolución, de un aguacero hacia el infinito, no queramos parar el ascensor que nos lleva hacia la erección del alma.
Su concierto fue así, directo, crudo, honesto y audaz. Las heridas no se curan con sal. En sus álbumes suenan voces femeninas, en directo no hay Alicias rompecuellos. Suenan más ásperas, las guitarras despellejan y arañan las letras. Pero todo funciona igual de transparente. Y todo son huracanes con nombre. Como la fuerza que demuestran, desde que fue lanzado, abriendo todas las ventanas del universo musical, su primer álbum en 1997. Todo se confunde con el aire. Vuelvo a ellos estos días. Mientras leo la demoledora devastación de “En la orilla” de Rafael Chirbes. El resto son edificios de aire, y como aire se irán.
Texto: Ángel Del Olmo