Existen eventos que, por su envergadura, protagonistas u otras circunstancias de semejante calado, deben de ser tomados en su completo contexto dejando de lado las habituales reglas que los calificarían en otro tipo de situación. En otras palabras, hay concierto aptos para todo público del ramo y otros recomendables prácticamente en exclusiva para los fanáticos del actuante. Este es el caso del concierto que nos ocupa, una celebración de algo que se creía imposible y que ya hace lustros que la mayoría de los asistentes habían dado por inalcanzable: nunca en su historia los norteamericanos Cinderella habían cruzado el charco para acercarse a nuestro país.
Así, el sorpresivo advenimiento de los de Filadelfia logró movilizar a una suficiente cantidad de seguidores que nunca tuvieron la oportunidad de conocerlos en directo y que veían, con alguna década de retraso, eso sí, respondidas sus plegarias. Nadie que no les conociera, casi ningún curioso (el precio de las entradas lo impedía), sólo la familia de los seguidores de Cinderella, una suerte de subespecie determinada dentro del gran espectro rockero, llegados de toda España, e incluso de más allá, ante lo insólito del acontecimiento. Ante tantas expectativas tan largo tiempo guardadas, la noche no podía acabar sino en gloria o en drama.
Precedidos por los británicos Stormzone, Cinderella abrirían fuego con “Second Wind“, un tema menor en su corta discografía, pero perfecto preludio de lo que sería la velada: abundancia de medios tiempos, más cómodos para la tocada voz de Tom Keifer, recién recuperado de una grave afección en las cuerdas vocales, intenso repaso a sus dos primeros discos, Night Songs y Long Cold Winter, que se vendieron masivamente en los Estados Unidos en la década de los ochenta, dos temas del tercero, Heartbreak Station, las más coreadas “Shelter Me” y una increíble “Heartbreak Station” en el momento álgido de la noche, y absolutamente nada del cuarto, el notabilísimo Still Climbing, ninguneado en el momento de su publicación por un mercado centrado exclusivamente en el Grunge y que no tenía ya ojos para el anticuado Hard-Blues-Glam que proponían los de Filadelfia. Injustísimo reparto el del set-list, sólo justificable porque es el mismo que vienen desarrollando en sus habituales apariciones americanas y que se rigen por la simple demanda del circuito de lo nostálgico.
A nadie le hubiera satisfecho, de todas formas, cualquier otro repertorio: veinticinco años de afición con sólo cuatro discos para alimentarla, dan para desarrollar personalísimas listas de temas imprescindibles que dificilmente pueden verse satisfechas en plenitud. Menos aún en un concierto de apenas hora y cuarto de duración incluyendo los bises, algo que dejó a un público con décadas de hambre atrasada con una cierta sensación de insatisfacción. Si a esto sumamos un sonido que comenzó horrible, mejoró a malo y acabó en pésimo, y a un Keifer que, aunque lo dio todo en un meritorio esfuerzo por no defraudar a sus seguidores españoles, acabó rompiendo la voz y refugiándose en un cómodo falsete en lugar de su ya famoso tono rasgado, se entiende que la sensación general no fuera la de entusiasmo.
Tampoco se puede decir que el concierto fuera decepcionante. Cinderella se encuentran en buena forma, muestran entusiasmo y energía sobre el escenario, en un show que conocen al milímetro, y si bien el público hubiera deseado mucho más, también es cierto que las sonrisas y los ojos sospechosamente brillantes de los asistentes al salir de la sala La Riviera de Madrid atestiguaron que los norteamericanos supieron calar hondo. Una noche de intenso sabor agridulce que pudo estar mejor, pero que sin duda permanecerá en el recuerdo.
Texto y fotos: Almudena Eced
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