Empecemos por John Grant. Para el que aún no le conozca, unas breves pinceladas biográficas: nació en Estados Unidos pero lleva una década viviendo en Islandia. Este año le han concedido la nacionalidad. Tuvo una infancia complicada a causa del bullying y una juventud agitada debido al alcohol y las drogas. También debido a un su condición homosexual y un entorno muchas veces profundamente homófobo. Además, hace diez años declaró públicamente ser VIH-positivo durante un festival. Musicalmente ha recibido todo tipo de reconocimientos tanto liderando su antigua banda The Czars, como en solitario. Todo esto para que os hagáis una idea de la arrolladora personalidad y experiencia vital que hay detrás de una voz impresionante.
De primeras ya hace gala de su magnético carisma, hablando en un español fluido (uno de los seis idiomas que habla, en parte gracias a las películas de Almodóvar, según reconoció) y haciendo simpáticos comentarios que contrastan con la sobriedad de su música. Todo empezó con “TC and Honeybear“, con la que aprovechó para matizar que la canción habla de un hombre. Muy pertinente en la semana del Orgullo. Con la siguiente, “The Cruise Room” alguien del público aprovechó para bromear con el doble sentido, que Grant reconoció riendo nunca antes haber percibido, al tiempo que se la dedicaba a Julee Cruise, la cantante del famoso tema de Twin Peaks.
Es fascinante como logra llenar un escenario tan grande armado únicamente con su voz, un piano y un músico de apoyo encargado del sintetizador y algunos coros. Algunas canciones fueron acompañadas de adornos electrónicos que rompían con la linealidad, mientras que otras, ejecutadas completamente desnudas, se amparaban únicamente en la presencia vocal de Grant. Entre canción y canción más compromiso social, desde “Toch and go“, dedicada a Chelsea Manning y la comunidad transexual, a la maravillosa “Glazier“, con ese piano tan hipnótico, con la que repudió a los conservadores en relación a la reciente prohibición del aborto en Estados Unidos y advirtió de lo que viene: su deseo de reprimir también la homosexualidad.
Tras “Queen of Denmark” se precipitó el final con su canción más conocida, la pegadiza y soberbia “GMF“. Iba a ser la despedida, pero su compañero le advirtió que faltaba “Caramel“, así que Grant murmuró “ok, esa es también muy sexy para acabar”. Se quedaron muchas en el tintero que estaban inicialmente previstas en el setlist, como “Fireflies“, “Sigourney Weaver“, “Global Warning” o “Drug” pero se le echó el tiempo encima. Una pena, nos quedamos con ganas de más. Suerte que minutos después Agnes Obel hizo que se nos olvidara hasta que teníamos que ir a trabajar al día siguiente.
Ya que he comenzado hablando de John Grant dando un poco de contexto haré lo propio con Agnes Obel. La artista danesa pertenece a esa brillante estirpe escandinava de la que han salido creadoras como Björk o Emiliana Torrini, aunque vive en Berlín desde hace 16 años. Creció rodeada de instrumentos que nunca le obligaron a tocar. Fue ella quien fue descubriendo poco a poco lo que le gustaba y la forma en la que lo hacía. De este modo empezó a tocar el piano a los 6 años hasta que, un tiempo después, debutara como solista en 2010 vendiendo medio millón de discos en Europa.
Sobre el escenario, sus amados pianos. También instrumentos de percusión y cuerda y tres instrumentistas tan bellas como ella. El recital comenzó con “Red Virgin Soil” de su audaz LP (aunque discretamente recibido, comercialmente hablando) ‘Citizen of Glass‘ del 2016. Repasó toda su carrera, pero este es el álbum al que dedicó una mayor atención. Probablemente porque lo tiene muy trabajado y representa muy bien el momento creativo en el que está. De hecho, imaginaba que se focalizaría más en su último disco, ‘Myopia‘, pero en lugar de presentarlo decidió seleccionar tres únicas pinceladas: “Camera’s Rolling”, “Island of Doom” y “Myopia“. Las tres mejores de un álbum que compuso y ejecutó ella sola, apenas con algún intérprete de cuerda invitado, que incluso le llevó al insomnio. Eso se refleja a la perfección en la primera de ellas, en la que incluso se puede escuchar a los fantasmas. En directo traslada esa fascinante oscuridad, pero la torna algo más cálida. También las melodías parecen brillar con más fuerza que en el estudio. Y es que muchos esperaban que la prestigiosa etiqueta de Deutsche Gramophone le haría volver al clasicismo de sus primeros trabajos, cuando su voz y su piano le dieron la fama. Pero si hay algo en lo que Agnes Obel no está interesada es en el lado más comercial de su profesión. Sigue siendo pop de cámara, pero cada vez menos accesible. Cada vez más experimental y crepuscular. Y debemos admitir que es una vertiente que nos apasiona.
El concierto fue como acceder a una de esas interminables sesiones, pero con la paz que da ser consciente del trabajo bien hecho. Estar arropada por un público muy respetuoso durante las canciones y tremendamente efusivo al acabar éstas sin duda ayuda. Porque había momentos en los que la música podía acariciarse. Agnes logra texturizar las atmósferas que va creando cuando, por ejemplo, manipula los coros a través de octavadores que las tornan más graves o agudas a placer. Ese cambio de onda y color podría volverlos artificiales, pero ella logra preservar la naturalidad al tiempo que les da una pátina contemporánea.
Está claro que hace lo que quiere en cada momento, pero también sabe lo que el público quiere escuchar. Por eso el concierto terminó con las canciones con las que, probablemente, menos conecta artísticamente ahora mismo: “Riverside“, “Philharmonics” y “The curse“. De hecho, antes de tocar la primera se excusó diciendo que su hija le pegó un virus y tenía la voz bastante tocada, algo que ya notamos desde el principio pero que en una canción como esta es más fácil que se evidencie. No obstante, su ejecución fue fantástica y emocionante. Tanto que incluso la percusionista se emocionó y tuvo que secarse una lágrima. Por supuesto, hubo un bis a la altura de las circunstancias con “It’s Happening Again” y “On Powdered Ground“. Fantásticas ambas.
Agnes Obel dice que le gusta que quien se encuentre con una de sus canciones tenga la sensación de entrar en una película. Al escucharlas un directo eso adquiere una dimensión inmersiva. Y se trata de una película repleta de elegancia, misterio, melancolía y evocación. Una tan suave como desasosegante, oscura como luminosa. Una película que todo el mundo debería experimentar alguna vez.