Noche de lunes. Deambulamos por Malasaña hasta que encontramos una tasca exenta del snobismo de casi todas las demás. Cuando hubimos mitigado un poco el frío a golpe de vino tinto, nos encaminamos hacia lo que, en la época en la que no existía ni la Gran Vía, se conocía como La bombonera de don Cándido y hoy se llama Teatro Lara. En cambio, el pasado 20 de enero lo conocimos como el mejor escenario posible para que Cass McCombs se subiera a él. La magia hizo el resto.
Frank Fairfield, el maestro de ceremonias, por llamarle de algún modo, fue un peculiar bigotudo al que la promoción decidió ignorar. Enfundado en una gabardina vieja, rodeado de banjos y violines, e iluminado por un foco cenital, tiró de gorgoritos y virtuosismo con el arco para trasladarnos a otra época y lugar. Despachó un country añejo de porche texano y totalmente descontextualizado que llegó a ser bastante disfrutable cuando cesaba su canturreo balbuceante y se entregaba por completo a su violín. Humilde en su aparente timidez, se desbocaba por completo cuando le atrapaban las cuatro cuerdas. Curiosamente la canción más acertada que nos dedicó fue una versión en castellano de “Las Isabeles” de Pedro Infante. Acabada esta, cogió todos sus trastos y se fue sonriendo.
“Si hay gente que lo odia, no podría entender por qué. Sé, sin ninguna duda, que técnicamente es un gran disco. Es cuestión de ciencia, no de opinión, es un hecho. Si no te agrada, no me siento personalmente ofendido, simplemente estás equivocado“. Este es Cass McCombs hablando de su último trabajo, Big Wheels And Others, en una reciente entrevista en Metropoli. Así es él. Un artista seguro de sí mismo, por llamarlo de algún modo, pero lo peor es que tiene razón. Además de eso también es un tipo bastante gris, esquivo, semi-nómada y con mucho carácter, como pudimos ver en su anterior visita en la sala El Sol, cuando se encaró con un fotógrafo y casi acaba aquello como el Rosario de la Aurora.
“There Can Be Only One” fue la canción con la que tras un “Ey, qué pasa” comenzó el concierto. A excepción del “gracias, nos vemos”, esa fue la única interacción que despachó a un público mudo e impasible hasta que se encendieron las luces. El que no permaneció hipnotizado durante la decena de cortes del setlist, es porque estaba durmiendo a pierna suelta o tamborileando el Smartphone.
Se sucedieron “Love Thine Enemy“, “Name Written in Water” y “Angel Blood” y el hieratismo del californiano fue imitado por sus custodios: el batera Daniel Allaire, el guitarrista Daniel Lead y el bajista Jon Shaw. Inspirados e ensimismados por igual. Concentrados en ofrecernos un concierto de una frialdad sobrecogedora, una sencillez desbordante de intensidad y una exaltación dormida e íntima. Tras unos pocos temas uno se da cuenta de que Cass McCombs parece similar a muchos, pero en realidad es distinto a todos.
“My Sister, My Spouse” fue el siguiente corte. Suave y perturbadora a la vez, como casi todas las demás. Son piezas de estudio sencillas y pausadas, pero llevadas al directo rompen con su parsimonia y adquieren fuerza e intensidad. En “Dreams Come True Girl” inevitablemente echamos de menos a la actriz y cantautora Karen Black, con el que cantaba esta canción a dúo en Catacombs, y que falleció el pasado mes de agosto.
Su neofolk característico y espiritual se reflejó también en las magníficas “What Isn’t Nature” y “Home On The Range“, pero con la que nos cautivó plenamente fue con la seductora “That’s That“, una auténtica perla de pop rock sesentero que, con sus acordes y sedosos ‘dua-duás’, podría derretir los oídos menos sensibles.
Sin apenas darnos cuenta un repertorio demasiado escueto llegó a su fin, y con él, la joya de la corona en forma de bis. Hablamos de “County Line“, por supuesto. Ese bellísimo y triste homenaje escrito desde un corazón apolillado que ansía la caricia de un amor no correspondido. El sonido fue cristalino y la solemnidad de la audiencia arropó de forma maternal la emoción de esta suave cadencia nocturna. Con su melodía levitando en el ambiente, aún después de que McCombs hubiera desaparecido entre bastidores, abandonamos el teatro con una sonrisa triste. Fue el poso que nos dejó un concierto dibujado por ese contraste de calidez y aspereza que define a Cass McCombs.