Lo mejor de Madrid sucede en los sótanos. Por ejemplo, el otro día estábamos visitando la exposición feminista de ‘Las Sinsombrero’ en el subterráneo del Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa mientras unos metros más arriba manifestantes de ultraderecha gritaban exabruptos. Por otro lado, el concierto que nos ocupa sucedió en ese sótano llamado Café Berlín mientras que el centro de Madrid era tomado por atascos demenciales y la clásica masificación del Black Friday. El recital de Grandbrothers fue una oda al intimismo, el arte y la abstracción. Un globo de oxígeno en mitad de esta espiral de epidemias, crisis e incertidumbre.
El debut del dúo germano-suizo en nuestro país no pudo ser mejor: dos sold outs, tanto en Madrid como en Barcelona, y una actuación en un lugar tan especial como el Museo Patio Herreriano de Valladolid. Un recibimiento a la altura de un proyecto que lleva ya un lustro regalándonos melodías hipnóticas.
Erol Sarp y Lukas Vogel se conocieron mientras estudiaban Ingeniería de Audio y Vídeo en Düsseldorf. Poco a poco fueron gestando un proyecto inclasificable que combinaba las habilidades en el piano del primero y la pasión del segundo por la programación y la electrónica. Una mezcla de clasicismo y vanguardia, tan atemporal como terrenal, que pone la vista tanto en el chill out como en la pista de baile.
Nada más posicionarnos en las primeras filas para no perdernos ni un detalle de la particular ejecución de Grandbrothers recordamos uno de los shows más emocionantes que hemos presenciado: The Album Leaf en ese mismo lugar hace seis años. Y fue debido a nuestro temor a que sucediera lo mismo que sucedió entonces: el irrespetuoso murmullo de gran parte de la audiencia que derivó en la confrontación y el profundo malestar de la banda. Afortunadamente, en esta ocasión el público destacó por su melomanía y, por consiguiente, decidió prestar atención a la música, que para eso estaba allí. Además, un guardián del silencio situado en la primera fila se encargó de atar en corto a los díscolos cuchicheantes.
El concepto de Grandbrothers está basado en una premisa: ¿hasta dónde se puede llegar con un solo piano? Su capacidad para estirar las posibilidades a través de la tecnología es fascinante..También es algo complejo de entender, así que Vogel se encargó de definirlo muy brevemente entre tema y tema. Necesitaríamos una master class para enteraros realmente de cómo funciona, pero al menos dejó claro que todo lo que escuchamos procede del piano ya que, a diferencia de otros artistas coetáneos, nunca utilizan simples o sintes pregrabados.
Básicamente lo que les hace diferentes son los martillos. Están fabricados por ellos mismos y pueden conectarlos a cualquier piano de cola, ya que girar con el suyo sería demasiado complejo (y caro). Los martillos se colocan sobre sus cuerdas, maderas y metales, y son controlados desde el ordenador para convertir el piano en una caja de ritmos sobre la que programar ritmos y patrones. Éstos son grabados y procesados en directo de todas las maneras posibles: loops, reverbs, delays, distorsiones, bit crushers, LFOs…en fin, todo lo que se le ocurre, para después dispararlos en el momento oportuno. Una fantasía.
Grandbrothers comenzaron con una sucesión de notas de piano y percusiones desdibujadas que acabaron confluyendo en “Black Frost“. A partir de ahí, hora y media de repaso de su discografía: ‘Dilation‘ (2015), ‘Open‘ (2017) y ‘All the Unknown‘ (2021), centrándose sobre todo en su último trabajo. Pura electrónica emocional que podríamos definir como una mezcla entre Leftfield y Debussy. La limitación del piano convertida en un trampolín de sensaciones evocadoras. Una terapia de ensoñación generada con delicadas armonías y bucles polirrítmicos frente a una sobria escenografía de luces que contribuyó a crear esa atmósfera íntima que les caracteriza. Ritmos oníricos para entregarse al vaivén con los ojos cerrados. Entre tema y tema hubo tiempo para cantarle el cumpleaños feliz a un abrumado Vogel y aplaudir el hermanamiento de la capital con Barcelona pero, especialmente, para aplaudir al dúo que nos sumergió durante noventa minutos en un sueño subterráneo trenzado con cuerdas percutidas hechas de terciopelo.
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