¿Hasta qué punto habría que comprender el estado mental de un músico que toca para un público muy reducido? Eso es lo que se debieron preguntar varios sectores de los asistentes la pasada noche en el concierto que Mark Kozelek ofrecía en Madrid. Su fuerte carácter nivela la incontinencia que le ha llevado a despachar tranquilamente casi media docena de álbumes en lo que va de 2013. En honor a la verdad cabría mentar que la mitad son discos en vivo (como “Live at Mao“), pero eso no le resta ni un ápice de mérito después de conocer el contenido de trabajos de estudio tales como “Like rats” o el magnífico “Perils from the sea” que firma junto a Jimmy Lavalle en una simbiosis de electrónica y acústica sin parangón.
A la discografía en solitario hay que sumarle su etapa con Red House Painters y la segunda vida que vivió como Sun Kil Moon y en temas de esa piel del pelaje de ‘Sunshine in Chicago‘, primera canción del repertorio que sirvió para abrir el accidentado recital.
Lo de “accidentado” no es por gusto, sino por lo sucedido, pues Kozelek no permitió ningún tipo de fotografía (entre otras cosas), haciendo prácticamente imposible las labores de los “foteros” que cubrían el evento y que se llevaron algún que otro toque de atención (con el consiguiente “mosqueo” del músico, teniendo que parar porque una cámara que yacía sobre el suelo de la primera fila se veía demasiado). Después llegaron las bromas ácidas sobre las barbas que veía desde su situación y otras constantes reprimendas. Al final, y transcurrida la media hora, únicamente se habían desarrollado cinco cortes, entre afinaciones y pausas. Pero las esperas merecían la pena gracias al concepto en sí del concierto, exclusivamente llevado a cabo a guitarra y voz.
‘By the time that I awoke‘ continuaba el ritual, más cercano al acongoje de la afición que al propio respeto hacia el músico. Kozelek es un tipo solemne y serio, muy serio, pero embebido y ensimismado con lo que cuenta y canta. No desprende felicidad extrema, eso ya se sabe, pero la majestuosidad de su lírica y melodía conformaban la visión general de un creador que prescinde de historias con final feliz para vomitar tormentas y tempestades y que, a pesar de todo, todavía era capaz de regalar unos acordes titulados ‘Caroline‘: “Watching a movie or watching a fight like when Manny Pacquiao had an easy night of Ricky Hatton and I rolled over”.
Uno entiende, al cabo de un rato, que la pérdida ha fraguado la mayor parte del relato musicalizado de Mark Kozelek. Volcando lo personal y amoroso (con referencias intermitentes a sus padres), llega a rozar un sentimiento “outsider” que a ratos lo convierte en un monstruo que exclama y escupe un “fucking bitch!” a una chica que decidía marcharse antes de tiempo. Luego se redime y pide perdón con ‘Gustavo‘, aunque no tarda en perder los papeles al encararse con una pareja que malinterpreta sus chascarrillos y puntadas (sin hilo).
Pero no pasa nada. Las cervezas por el suelo que reflejaban las luces de la sala pudieron ser derivadas en suciedad a la vez que Kozelek se marchitaba con la frase “I love my dad” cuando finiquitaba ‘Ceiling Gazing‘, otra pieza resentida: “It was the first and the last time I saw my Dad cry”.
Y así se marchaba, llevándose consigo el setlist y una guitarra clásica hacia el olvido, el hogar de genios incomprendidos que hoy redactan su epitafio sobre el rencor propio.
Texto: Carlos H. Vázquez.
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