En el panorama rockero actual, como con casi todo actualmente, para llegar a la verdad hay que escarbar con uñas y dientes entre toneladas de apariencia y falsedad. Así que te arrodillas en el lecho y comienzas a cribar entre los cantos, hasta que topas con una pepita dorada como Reform School Girl, el último trabajo de Nick Curran & The Lowlifes. Un prodigioso conglomerado del blues bailongo que se facturaba en la primera mitad del siglo pasado, el rock and roll y el blues emergente en los 50 y la explosión del punk de mediados de los 70, todo ello desmembrado por el filtro del joven viejo rockero que nos ocupa. De modo que su visita a nuestro país más que un evento ocioso de importancia, se trataba de una peregrinación en toda regla. De ahí que Gruta 77 se quedara tan pequeña y las puertas se llenaran de gente intentando conseguir una entrada. Algo que, desgraciadamente para ellos, no ocurrió.
Si hubiera que encontrar un homólogo femenino, creo que esa sería Imelda May. Sí, vale, el rollo de ésta es mucho más swing, pero ambos pertenecen a esa revitalización del mejor género creado por el hombre. Ambos suelen agotar allá donde van, aunque Imelda en mayor medida; claro que las tetas es lo que tienen. Bueno, y el factor mediático y la moda chorra-vintage y todos esos factores ajenos a la música, pero lo más importante, la vitalidad sobre el escenario y la calidad en el estudio, está igual de presente en ambos. Aunque la trayectoria de Nick Curran es algo más amplia; su pasado junto a artistas como Ronnie Dawson, Kim Lenz o Wayne Hancok y grupos como The Fabulous Thunderbirds, Degüello y algún que otro proyecto anterior a los Lowlifes, le precede. Además, los que veneramos el espíritu del rock and roll no tenemos otro remedio que vivir de la nostalgia y hay pocos artistas que consigan transmitir en la actualidad lo que en su día hicieron Little Richard, Doug Sahm o T-Bone Walker. Nick Curran es uno de ellos.
Para calentar a un público, ya de por sí bastante caldeado por el hervidero de almas en el que se convirtió Gruta 77, el grupo elegido fue de excepción: The Nu Niles. El trío barcelonés es de lo mejor en materia rockera con lo que contamos en este país y una vez más demostraron lo que valen. Su magnífico rockabilly, a veces anglosajón (con “Rock Steady Go“, “Cold Smiles, Pretty Girls” o “See That Girl Again“), a veces hispano (con “El Crujir de tus Rodillas“, “Sin Rendición“, o “No Lo Vi Venir“) está a la altura de cualquier artista venerado al otro lado del charco y lo que está claro es que Iván, el contrabajista, machacaría sin contemplación al de los Lowlifes en un duelo a muerte. Aunque creo que no presenciaron su concierto, de ser así, ni él ni el batería se hubieran atrevido a salir a escena minutos después. No obstante, en esta ocasión no fueron a matar, sino que adoptaron su rol de teloneros sin intentar comerse el plato fuerte. Aún así, destilaron clase y corrección y nos prepararon como pocos del Estado podrían haberlo hecho, para el huracán llamado Curran.
Salió, desgarró y venció. Un espectacular arranque al ritmo de trallazos como “Tough Lover“, “Kill My Baby” o “Psycho” nos infló las venas y torció las bocas con las comisuras apuntando al cielo. Reform School Girl fue la batuta que marcó el ritmo de un concierto áspero, enérgico y absolutamente frenético. Una lección de rock and roll primitivo, sucio, salvaje y bañado en sudor y whisky incendiario. Parece mentira que alguien pueda reponerse de un maldito cáncer alojado en su herramienta de trabajo y volver a subirse a un escenario para derrochar esa rabia demencial. Que sí, que ya no es del todo igual, la voz la tiene algo resentida y la banda ha perdido algún entero, pero qué más da cuando la llama sigue igual de viva y la calidad sigue estando al mismo nivel. La pureza del disco no tiene mucho que ver con la rudeza de su puesta en directo, pero el fuego nacido de los ágiles dedos de Curran sobre su guitarra, sigue prendiendo del mismo modo los corazones.
Por otro lado, hubo dos cosas que mermaron vagamente el transcurso de la fiesta. La primera es que la banda no está a la altura de Nick Curran y eso resta fuerza al conjunto. Además, la supresión del viento ha quitado una chispa especial al resultado final. La segunda fue la masa informe que era el público debido a la saturación de la sala. La presión, los empujones, el agobio y el ansia de alguna que otra petarda convulsionándose del mismo modo tanto con las canciones más rockeras como con los medios tiempos, en un extraño afán por demostrar cuál estaba más loca de todas, hizo que las primeras filas fueran un auténtico calvario. Pero bueno, uno siempre querría disfrutar de la música entre sábanas blancas y cócteles afrodisiacos y al fin y al cabo, esto es rock and roll.
Además de sus temas más conocidos y el citado repaso a lo más sustancioso del último disco del texano, los Lowlifes también nos obsequiaron con dos maravillosas versiones: “No Fun“, de Iggy Pop, en clave de blues, y una enloquecida “Bad Reputation“, de Joan Jett. Un último tramo perlado con “Aint no Good for you“, “Lusty Lil Lucy” y “Rocker” terminó por colmar nuestro espíritu de rock and roll y destruir las pocas fuerzas que nos quedaban pasadas las tres y media de la mañana. La corrosiva combinación de whisky y coca cola alargaría los minutos de actividad, pero realmente la noche ya se había consumido. Nick Curran era su dueño y la había prendido fuego.
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