Eran las diez menos cuarto cuando Diego Ramón Jiménez Salazar, más conocido como “El Cigala“, pisó el escenario de los Jardines de Sabatini. Y un servidor lo recibió con los ojos cerrados, igual que el torero que a puerta gayola recibe al primer toro de su tanda. Sintiendo su voz tan empapada de duende, tan perfumada de genio, tan rebosante de magia. Oirle cantar y recordarme a José Monje Cruz, más conocido como Camarón, fue todo uno. El silencio sepulcral fue perturbado por los aplausos de un auditorio que a un tiempo despedía al cantaor y daba la bienvenida a José Fernández Torres, más conocido como Tomatito. El almeriense, cuyos dedos acarician la guitarra y hablan por su boca, compartió con nosotros su talento, su maestría y su personalidad. Realizando figuras imposibles, dibujando acordes imposibles, acuñando sonidos imposibles. Y siempre muy bien arropado tanto por el buen sonido del auditorio como por los propios componentes de su grupo, subrayando y elevando más si cabe el buen hacer del maestro.
Acudieron a la cita tarantas, alegrías, bulerías, tangos, fandangos, melodías orientales y sonidos caribeños. Se fusionaron el sonido fresco, moderno y actual con el buen sabor de lo tradicional y lo auténtico. Prueba de ello fueron las versiones de “El Día Que Me Quieras“, tema recogido en el disco “Spain Again“, 2006, de Tomatito o “María De La O” perteneciente al álbum de Diego, “Dos Lágrimas“, 2008. Sobresaliente la labor del bailaor José Maya que amenizó el merecido descanso de los dos maestros, deleitando, seduciendo y pellizcando el corazón de los presentes.
“Sal prontito a la ventana que voy a quererte“, cantaba Diego. Tomatito tocaba “La Ardila“. Y entre cante y toque pasó el tiempo. Como un suspiro. Como un lamento. A las once y media los maestros dieron por finalizada la actuación aunque volvieron a salir pasados cinco minutos dada la insistencia de un público que puesto en pie no dejaba de aplaudir y corear sus nombres. Salieron, cantaron y tocaron por fandangos para dar por finalizado el evento con un cordial y efusivo abrazo. Agotadas las localidades, aquella fue la noche de los cinco sentidos: del gusto por la selección de temas, del tacto por la interpretación de un repertorio clásico vestido de actualidad, del oído y la vista por ser testigos de tanta belleza y del olfato porque el aire olía a duende. Fue la noche en la que un órgano llamado corazón se asfixio de gusto y en la que ese algo etéreo que la mayoría llama alma y que los calés llamamos duende se adueñó del nombre de cada uno de los presentes.
Un concierto fetén en el que tanto Diego como José nos choraron el alma delante de nuestros acais, camelándonos, curdelándonos de encanto, haciéndonos perder la chola, sin bulos, sin paripés, sin embustes. Un concierto de postín en el que tanto Diego como José nos dieron un bureo por la vida, chamullando el lenguaje del talento y consiguiendo el más difícil todavía: que el público y la crítica coincidamos en nuestros comentarios. Ellos son el Flamenco. Con mayúsculas.
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