Una concentración motera, independientemente de las actividades que se desarrollen en ella, es un acontecimiento en sí mismo. La celebración de un estilo de vida, tan retratado y ensalzado en cine y literatura que un espectador ajeno nunca va a quedar indiferente: le va a apasionar o lo va a detestar. Eso era claro en los rostros de las personas con las que se cruzaba la caravana motera en el transcurso de su paseo triunfal por las calles y carreteras de la Comunidad Autónoma de Madrid: en ellos se veía reflejada una alegría infantil, equivalente a la de antaño en los desfiles circenses, en la que siempre, siempre, había mezclada una gran dosis de envidia. La envidia por la vida libre, por el deambular, por la testosterona irreprimida y la pertenencia a los siempre atractivos estereotipos.
Todo comienza con la inscripción, ceremonia harto compleja en la que hay que poner de acuerdo a un montón de moteros / propietarios de vehículos americanos antiguos para aparcar ordenadamente, hacer cola, soportar con estoicidad un cada vez más intenso sol de abril… Todo ello, contrariamente al tópico, se desarrolla sin el menor problema, en un alarde de civilización que ya quisieran para sí muchos de los acontecimientos sociales etiquetados como “normales”.
A la hora señalada, independientemente de si ha dado tiempo a inscribirse o no, comienza la ruta. Esto es: un par de centenares de motos custom más una docena larga de espectaculares vehículos americanos se ponen en marcha a través de la intrincada red de carreteras que rodea Alcorcón. La policía escolta la caravana impidiendo que ningún vehículo ajeno a la misma entre en ella, cortando para ello si es necesario todos los accesos con la impagable ayuda de unos cuantos centauros de aspecto épico, y marcando un ritmo lento y sosegado para el disfrute del público que ve cómo sus ciudades son atravesadas por semejante desfile. Los motores rugen, los vehículos se adelantan los unos a los otros en ordenado caos. Todos disfrutan.
Terminada la ruta, continúa el interrumpido proceso de inscripción, mientras los que ya solucionaron los trámites burocráticos deambulan curioseando en los puestos del mercadillo o se dirigen a la improvisada barra que el Bar Pirata’s ha dispuesto en el exterior de su local para proporcionar a los participantes bebida y, sobre todo a estas horas ya, comida. Poca barra para tanta gente y tan hambrienta; las colas vuelven a producirse, con la misma gratificante ausencia de disturbios de la que todos hacen alarde a lo largo de la jornada.
Tras la existosa paella del Pirata’s, comienza la segunda parte de esta odisea sobre dos ruedas.
Texto: Raúl Ranz y Almudena Eced
Fotos: Almudena Eced y Raúl Ranz