En Madrid y Barcelona eran parte del San Miguel Primavera Club. En Cartagena, Fleet Foxes se colaron dentro de su ecléctico festival de jazz. Y frente a la Riviera de Madrid, el sexteto de Seattle iba a tocar esa noche, la del sábado 26 de noviembre, en el nuevo auditorio de la ciudad, a pocos metros de los muelles portuarios de Cartagena. Pero unas horas antes, el barbudo batería de la banda, Josh Tillman, ajeno al millar de personas que iban a verle esa noche, vagaba por el paseo del puerto, ahora frío y solitario por su estacionalidad. La escena reflejaba al mismo tiempo la melancolía y la paz de espíritu que las canciones de Fleet Foxes evocan. Los de Robin Pecknold iban a demostrar esa noche que llegan más que de sobra a la altura a la que el mundo indie los ha colocado en los últimos años.
Antes, era el turno de Vetiver. Con ellos, todo giraba en torno a Andy Cabic, compositor y líder de la banda, que, solo con su acústica colgada, comenzó a cantar desde el centro del escenario. Su actuación empezó tranquila, pero se fue animando poco a poco a base del órgano de la teclista y sobre todo una vez que Cabic abandonó su estilo más intimista y empezó a rasgar su guitarra. Otro grupo de Estados Unidos, otro grupo de folk, y, sin embargo, se quedaron muy lejos de la emoción que Fleet Foxes despierta.
Costaba entender que una banda de folk fuera a clausurar un festival de jazz. “Vamos a tocar versiones de las canciones lo más jazzísticas posible”, bromeó Robin Pecknold en cuanto Fleet Foxes subió al escenario, aunque lo único que sonó a jazz esa noche fue el solo de saxofón en “The Shrine / An Argument” y una breve improvisación como guiño entre canción y canción. Lo que en realidad se impuso fue el estilo inconfundible de los de Seattle, a mitad camino entre el folk y el pop de los sesenta.
El segundo tema fue uno de los grandes éxitos de la banda, “Mykonos”, la canción más aclamada, ya desde sus primeros compases. Pero durante la interpretación, el público se mantenía en silencio, atento desde sus butacas, algo que Pecknold expresamente agradeció. En el fondo, se proyectaban en una pantalla imágenes de montañas nevadas, en consonancia con el paisaje del Washington natal de la banda. Y mientras, por el escenario iban desfilando multitud de instrumentos, que Morgan Henderson acaparaba en su mayoría. Lo mismo tocaba la flauta que la guitarra o el contrabajo, y de vez en cuando el guitarrista Skyler Skjelset también sacaba una mandolina o se sentaban frente a una steel guitar.
Después de presentar temas como “Baterie Kinzie” y “Bedouin Dress” de su reciente segundo disco, Helplessness Blues, volvieron a su homónimo primer trabajo con la cálida “Your Protector”. “White Winter Hymnal” fue el mejor ejemplo de uno de los rasgos más característicos de Fleet Foxes: las armonías vocales. A la voz ligeramente nasal de Robin Pecknold le acompañaba constantemente más de media banda cantando. En “Montezuma” se quedaron con él sólo Josh Tillman y el bajista Christian Wargo para hacerle los coros, hasta que el resto volvieron para ligarla con la pegadiza “He Doesn’t Know Why”.
Después de un bis y una actuación de una hora y cuarenta minutos, abandonaron el escenario con “Helplessness Blues” y sus acordes acústicos. Así concluyó una gran actuación de los norteamericanos, que esa noche pudo disfrutarse en las mejores condiciones. La ausencia de distracciones permitió al público dejarse llevar por la música, hacia ese mundo, quizá irreal, quizá onírico, que Fleet Foxes crea. Evocando décadas pasadas, su música recordaba a esos bosques que escondían tantos secretos en la mítica Twin Peaks. Y entre recuerdo y recuerdo, a uno no paraba de venirle a la mente una inquietud: ¿sería Fleet Foxes uno de los secretos que, según David Lynch, se ocultaban en los noventa entre los abetos del estado de Washington?
Texto: Miguel E. Rebagliato