Dice Fito en la segunda canción del disco que hay cosas que le sobran de sí mismo, y no sé si serán muchas, pero la innovación no ha sido en este caso, ni por asomo, una de ellas. Y es que “Huyendo conmigo de mi” no va a sorprender a nadie, y esta afirmación podría ser en sí misma una crítica autoconclusiva.
Es éste un álbum de estudio notoriamente trabajado, en el que el cantante y guitarrista vuelve con todos los medios de que dispone a ofrecernos producto de altísima calidad, pero con la sensación de que vuelve a ser exactamente el mismo. Válgame el terrible tópico, pero sólo se puede decir que “Huyendo conmigo de mí” suena a Fito. Sencillo, directo, con esa esencia tan auténtica de rock americano con tintes de blues tranquilo. La verdad es que no aporta nada nuevo. Y eso podría ser un problema, si no fuera porque la repetida hasta la saciedad fórmula funciona. Y mucho.
Abre el disco con un “Entre la espada y la pared” que peca de simple y fácil, y “Lo que sobra de mi” la sigue sin poner solución a este aspecto, tema salvado por un estribillo pegadizo que sin duda hará las delicias de las masas. “Pájaros disecados” llega un poco más adentro, quizá por esa amargura tan real que destila, aunque la intro podría situarnos demasiado cerca del clásico “Me equivocaría otra vez”. Encontraremos una resignada aunque tímida crítica a la casposa corruptela española en “Nada de nada”, como reseñable novedad.
Al fin una deliciosa bocanada de blues en “Lo que siempre quise hacer”, punto fuerte de Fito, que destila elegancia y contenida calidad en este tema. La progresión del blues siempre funciona, y encaja perfectamente con la concepción sencillista que ambiciona ahora mismo el compoitor. Y quizá esa sea la suerte del tema, que otra vez nos recuerda demasiado a creaciones anteriores. También agrada, aunque de nuevo sin sorpresas, el destacable “Umore ora” (buen humor) y único tema instrumental del Lp.
Tras este deja’vu de pentatónicas, acordes más que conocidos y progresiones que nos entrelazan caóticamente canciones nuevas con otras ya conocidas , a uno le da la sensación de que lo único que queda por descubrir en cada último trabajo de Fito son las letras. Para bien o para mal, ha superado (u obviado) lo puramente musical para centrarse en sus frases lapidarias, donde nadie podrá discutir que es lo mejor en lo suyo. Será esa la genialidad, cuando el artista ha sobrepasado el límite de la monotonía musical para diseñarnos un fondo sonoro lo suficientemente familiar como para acomodarnos y poder centrarnos en todo lo que tiene que decir. (Que es mucho).
Lo que parece una quimera o absurda ambición es pretender que a estas alturas Fito volviera a ser Platero. Para el que haya llegado hasta aquí esperando una reconversión de última hora a ese rock garajero tan urbano, hay bastantes malas noticias. Los años, la madurez u otras opciones vitales hacen imposible esta ecuación. Siéntense y disfruten de la new age de la sencillez rockera. Al fin y al cabo sigue siendo Fito, y seguirá siendo difícil escucharlo sin mover los pies, sentirse identificado o tararear el estribillo en cuanto lo escuches dos veces.
Me encantaría afirmar que, aunque a primera instancia repetitivos, los discos de Fito hay que madurarlos, conocerlos en largas conversaciones cara a cara con su música, como en cualquier relación que merezca la pena en esta vida.