Hubo una vez un hombre que, asomado al precipicio de un mundo asolado por guerras, enfermedades y renunciando al amor, estuvo 78 años deshojando el evangelio de sus testimonios mundanos. Con una insondable voz que parecía llegar entre el límite del cielo y la tierra y empequeñecidos sus ojos a causa del cansancio sufrido y su piel arrugada por la edad (pero con la mente intacta), fue lanzando al espacio de este mundo las hojas de un libro donde fue desnudando su ser, mientras que los habitantes de su universo recorrían la Tierra, perdiendo la mitad de la vida vistiéndose y desvistiendo sus vidas la otra mitad, como testigos mudos de una colección de vidas del que este hombre era el mejor de los profetas. Y cantó a la vida y a la ausencia, al amor, a las noches de la ciudad más grande de su universo (Nueva York) en el mes de diciembre, cuando la nieve no hace más que dejar blancos los hombros de sus moradores. Y cuando la lluvia mojaba los recuerdos de un pasado triste, veraz y enterrado en el recuerdo de una humanidad que se abalanza inexorablemente hacia la ignorancia.
La primera hoja de su libro fue “Dance me to the end of love” y de ahí su recorrido, con nueve arcángeles tras de sí (seis hombres con sus instrumentos, tres mujeres a los coros celestiales) fue el rememorar su vida, haciendo poesía más que canción de sus composiciones.
Algún osado en este mundo dijo que muchos cocineros estropeaban el caldo. Pero el secreto de su pócima, cocida a fuego lento de décadas de sabiduría, camaradería y sencillez con sus acompañantes, a los que trata con un respeto digno de admiración (arrodillándose cuando tocan sus instrumentos) es un enigma irresoluble. Moriremos todos sin descifrar todas sus claves, pero profundamente afectados por el sentimiento de sus canciones. Como todo el mundo lo sabía ya, se preparaba para tal muestra brutal de fuerza humana. “Every knows“, “Sisters of Mercy” o “In my secret life” formaban parte de la primera parte de su libro, entre otras muchas. Desde ahí, todos y cada uno de los testigos de sus letras quedaban flotando mucho más altos que el cielo que los cubría.
Y “broooommmmmmmmmm…..” su voz arrasaba todo a su paso y allí donde cantaba toda la miseria humana se desintegraba.
Quedándole aún espacio en esta demostración de clarividencia, en la segunda parte de su libro cantaba “Hallelujah“, “I’m your man“, “Suzanne“, “Take this waltz” (cuando ya muchos estábamos al borde del llanto), “Tower of song“, “The guests” (llevada a su terreno por Antony and the Johnsons) o esa telúrica y fogosa “First we take Manhattan” que hizo que su público saltara de sus asientos y sus corazones se dispararan hacia el espacio exterior, donde sólo los pies nos ayudaban a saber que aún somos ciudadanos de un mundo donde otros mandan.
Contagiados por este sentimiento y atravesados por el fulgor de sus relatos, las que hasta ahora son las últimas hojas de su doctrina, “Old ideas“, no son más que otra colección de una herencia que dejará huella en uno de los mejores poetas musicales de todos los tiempos. Y cuando nos deje, quedará todo esto de él, para que el mundo en el que vivimos pueda verse reflejado miserablemente pero con este legado tan imprescindible que Leonard Cohen ha plasmado en la historia del nuestro mundo. No hay vuelta de hoja; todo lo que se diga de este hombre, que parece más humano que el resto de los humanos, es sólo mentira. Y si se atreve, que baje Dios y le escuche. Amén.
Texto: Ángel Del Olmo
Leonard Cohen. Palacio de Deportes. Madrid. 5-10-20122 thoughts on “”
Leonard Cohen
Yo estuve allí, hace ahora diez años. Y esta crónica magnífica de aquella noche mágica es un ejercicio de resistencia contra ese avance inexorable de la humanidad hacia la estupidez. Gracias.