Tal vez, y repasando recuerdos, tanto míos como de mis compañeros de escuela, mis vecinos del barrio o, incluso, de amistades que han llegado a mi vida años después, pero que crecieron en los mismos años que nos tocó transitar tanto a Eduardo como al que esto escribe, lo que primero llame mi atención es ese simplón resumen de la herencia musical dejada por nuestros progenitores. Tiene razón cuando subraya que el hijo es el heredero o víctima de los discos de sus padres, de lo que había por casa cuando se era infante. Ahora bien, condicionar la creencia queriendo confirmar un hecho que no lo fue comentando: «Pocos tuvimos la suerte de disfrutar de algo más refinado que Los Llopis, Fórmula V o Juan Pardo». En fin, más allá de mis elogios a Los Llopis —banda a reivindicar, como bien ha hecho el sello nacional Rama Lama—, que alegraron mi infancia y las de no pocos chavales con sus cachondas y bien ejecutadas revisiones de clásicos del rock and roll norteamericano —desde aquellos días no se me han podido despegar del cerebro sus letras; lo que demuestra el amor que se atesora a lo adorado en los primeros años de raciocinio—, remarcar el valor de las colecciones que nuestros patriarcas del vinilo nos dejaron, y no precisamente a un núcleo reducido.
Uno podía ir ganando años mientras le asustaban a la par que maravillaban desde el tocadiscos regente en el salón familiar las atmósferas que Jeff Wayne ejecutaba con una superbanda en su revisión musicada de La Guerra De Los Mundos; levantarse un sábado por la mañana, bien temprano, y hallar a su padre trasteando con un extraña canción de nombre ‘L’America‘ de unos tal The Doors o encontrar en el armario de los LPs uno de los primeros trabajos de los impasibles germanos Kraftwerk. The Fab Four fueron, como dirían The Monkees, esos “the four kings of EMI” que nos calentaban los domingos de EGB con sus melodías irreprochables. De pronto, salía de mi casa, visitaba la de algún colega de estudios y allí aparecían, como sacados de la cueva de Alí Babá, el Concerto For Group And Orchesta de Deep Purple o el álbum completo de In-A-Gadda-Da-vida (Iron Butterfly), entre sencillos de Free, Sally Oldfield o Mungo Jerry. Era, sin lugar a dudas, un no parar, pues llegábamos a la vida tras dos decenios que lo habían representado todo en cuanto a pop y rock se refiere. Verdú, sin embargo, parece querernos pintar como los primeros buceadores que realizaron un inmersión sincera en aquel océano, cuando una década antes ya tenía Ángel Álvarez (el creador y maestro de ceremonias de Caravana Musical) un fiel y entregado grupo de melómanos que escuchaban, que buscaban, que se emocionaban o disfrutaban con un universo prohibido o desconocido aterrizado de Londres y Estados Unidos.
Se empecina en hacernos creer que aquella generación, la nuestra, se derritió, todos a una, por Nirvana, Oasis o Blur, según nos los trajera el viento de las listas. Marca de esta manera un “borreguismo” al que únicamente se le halla sentido si su meta postrera es la de analizar los cambios en los sonidos imperantes, dictados por las fórmulas radiofónicas, a finales de los años 80 y durante los 90. A lo que hay que sumar ese machismo, no poco habitual en algunos consumidores de música, que reza aquello de: las chicas sí, pero menos. Ese invento de que a las chicas no les puede gustar la música a alto volumen, que por lo general prefieren a Björk que las guitarras chirriantes, y eso si es que son capaces de sentirse atraídas por la música. Paparruchas, salutaciones retrógradas a un género masculino que igualmente tiene entre sus filas a personas que no sabrían acertar a la hora de colocar a George Harrison en los Beatles o dentro de las filas de los Rolling Stones. La mujer, y precisamente más en la generación a la que intenta retratar este escritor, ha acariciado y sublimado el disfrute de la música a nuestro mismo nivel siempre que se ha sentido cercana a la misma, como le ha pasado al género masculino. Otra cosa es que las relaciones personales de Verdú se sucediesen con escuchantes en lugar de oyentes; pero, si es así, que no las utilice para dibujar un marco alrededor de nuestras cabezas.
Y aunque hay momentos para la emoción, además de proponer una idea muy atractiva, se me hace de supina importancia el conocer el medio del que se va a hablar. «Esto no es realmente un libro sobre música, sino sobre gente que escucha música», dice Eduardo Verdú; enhorabuena, ahora sólo falta saber de esa música tanto como de sensaciones. Dejemos algo cristalino ahora mismo: que no sea “un libro sobre música” no le excusa de cometer garrafales errores a la hora de catalogarla o situar a cada uno en su sitio y posición. Que sí, que las pegatinas para la música son odiosas, que patatín y patatán, pero si se usan hay que saber correctamente lo que catalogan. Decir que adult oriented rock es Don McLean es como encajonar a Sting en la escena de la New Wave Of British Heavy Metal. El desconocimiento de lo que significaba y la clase de grupos que aglutinaba el conocido de forma común cual AOR no es la primera vez que confunde a alguien que no lo ha consumido; Survivor, Journey, Drive, She Said, Robin Beck, Romeo’s Daughter, Shout, Fate, Foreigner… pero, ¿McLean? Un magnífico compositor y cantante, de acuerdo, aun así a mares vista de esta corriente. Tan metedura de pata como hablar de La Frontera y revestirlo de grupo que apuesta por la “seriedad country“. ¡Pero si lo que influyó a su rock and roll especial y primario fueron las bandas sonoras que pergeñaba Ennio Morricone para los spaghetti western de Sergio Leone! ¡Pero si en su primer vinilo reverenciaban a Elvis con un repaso al ‘Viva Las Vegas‘! ¡Pero si se han movido hasta por historias de bandoleros! Eso por no extenderme en sus olvidos en cuanto al nacimiento y proliferación de los girls groups, desde finales de los 50 a su reinado en la década siguiente, queriendo el autor hacernos ver que en los 80 fue cuando la mujer toma único protagonismo y valor en la música.
Repito que como concepto de libro, como bombilla que se enciende, es incuestionable su valía; ahora bien, un ensayo de este tipo, a no ser que se busque capturar las diferentes perspectivas del comprador y oyente de discos, es mejor que se relate en primera persona del singular y limitándose —visto lo visto capítulo a capítulo— a la hora de esbozar disciplinas dentro de lo que se oye o compra. Casi hubiese sido mejor un totum revolutum que este querer enhebrar la aguja. Las sensaciones y los sentimientos seguro que serán compartidos por muchos de los lectores que se acerquen a Música o Nada —yo mismo lo hago—, pero luego no se puede salir de la habitación para hacer un apunte de la realidad musical sin tener bien ordenadas las ideas y los conceptos.
TÍTULO: Música o nada. Del walkman a Spotify, una historia de amor.
AUTOR: Eduardo Verdú.
EDITORIAL: Milenio.
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