Por fortuna, el combo de Boston Muck and the Mires conoce el amor que por ellos se siente en estas tierras, a las que regresan recurrentemente. De otra forma, la fría y desbrida recepción que se les brindó en la coruñesa Mardi Grass habría desincentivado cualquier oportunidad de resarcimiento. Cierto es que ni el día (un gélido lunes) ni la situación económica actual invitaban a acercarse a la mítica sala, pero, qué diablos, cuando la recompensa es degustar un bocado de lo más selecto que las tierras americanas ofrecen en un género tan prolífico, el esfuerzo merecía la pena.
Pertenecientes a esa cada vez más escasa especie de músicos que hacen de la entrega una cuestión de orgullo, independientemente de la cantidad de gente para la que esté destinada, volcaron sobre las dos docenas de espectadores presentes su sabia mezcla entre brillante pop, sucio garaje y el punk más gamberro y socarrón. Personajes de su propia invención, cada cual sigue fielmente las pautas preestablecidas: desde el sonriente frontman Evan “Muck” Shore hasta el narcoléptico bajista John Quincy Mire, pasando por la sonriente Jessie Best a la batería y el energético Pete Mire a la guitarra. Un concepto del Rock como espectáculo global que los norteamericanos rescatan de décadas pretéritas y que muchos de los actuales “puristas” deberían, si no adoptar, por lo menos analizar: una gran lección de cómo abordar el escenario y ofrecer al espectador una experiencia completa.
¿Y en qué consiste dicha experiencia? En temas terriblemente adictivos (sólo con escuchar una vez “Saturday Let Me Down Again”, “Hypnotic” o “I’m Down” se quedan indeleblemente prendidos en la memoria), innegables magnas influencias (el guiño que supuso el “Lies” de los ultrabeatlescos Knickerbockers o la más que digna versión del “Commando” de los Ramones), y, sobrevolando todo, oficio. El oficio de entretener, de lograr para el espectador un rato de liberación de los problemas personales, escapismo sin pretensiones. Nada más. Y nada menos.
Texto y Fotos: Almudena Eced