No todos los días se presenta la oportunidad de viajar al pasado. Pero, a veces, ocurre. Recientemente la Copérnico madrileña tuvo sobre sus tablas a todo un señor capitán de barco, y no uno cualquiera. Un tipo de otra época, el colega soulero de Elvis Presley o Buddy Holly del que nada se sabía hasta esta década… Un californiano de 27 años llamado Nick Waterhouse.
Colgado el cartel de “Entradas agotadas” unos días antes, no cabía un alfiler en la sala, que rompió en vítores cuando el repeinado Waterhouse y su tropa aparecieron sobre el escenario. Y desde el momento en que se colgó la guitarra empezó a derrochar esa elegancia heredada de los clásicos con “High Tiding“, título que también abre Holly, su segundo trabajo y el protagonista de su actual gira.
Con su aspecto de buen chico con gafas de pasta, impecable traje de chaqueta y la guitarra bien alta, Nick tenía seducido al personal desde su entrada, no tanto a la tecnología, que quiso desafiarle. El volumen del micro era tal que se comió el trabajo de su fantástica banda durante los primeros minutos (problema al que ya se había enfrentado la telonera Nora Norman, quien encima estaba únicamente acompañada de un guitarrista), y más cuando el joven empezó a cantar con garra la “Ain’t there something that money can’t buy“, cuyos toques auténticos de órgano Hammond dieron pie a los primeros bailes.
La calidad de los músicos que compartían escenario con Waterhouse quedó demostrada con títulos como “Time’s all gone“, instrumental en dos partes que da nombre a su debut de 2012. Tanto en sus respectivos solos como todos al unísono, brillaron saxos, batería, órgano, bajo y guitarra. Sin embargo, hay que señalar que hubo tres pilares fundamentales que acapararon la atención, con el californiano en el centro: a su izquierda, una potente voz femenina que le hacía los coros y cobraba mayor protagonismo en la tarareada “Say I wanna know” y “It No. 3“; y a su derecha, otra mujer, manejando el saxo barítono, que se marcó unos espléndidos solos, entre ellos el de “Dead Room“, que se ganó un buen aplauso.
Nick y la sala se vinieron arriba al ritmo de “This is a game“, el irresistible y más reciente sencillo que obligaba a que los pies cobraran vida propia, donde cuesta destacar un instrumento sobre el resto: saxos pegadizos, hipnótica batería y Nick manejando sus cuerdas con maestría y la voz con el punto justo de chulería que exige la letra. Esta máquina del tiempo bien engrasada y pilotada por un hijo de los ochenta completamente empapado de un cóctel de soul, R&B y jazz de tres décadas antes estaba haciendo las delicias de los presentes. Y por ello fue una lástima comprobar que al relajarse el ambiente más adelante con “Raina” y caer el muro de sonido, saliera a relucir el eterno bullicio español — más escandaloso en un local pequeño -, hasta tal punto que alguien acabó gritando: “¡A hablar, a la calle!”. No por ello quedó empañada la noche, que iba tocando su fin cuando llegó “Some place“. Grandes punteos, unos saxos sobresalientes e hipnóticos y Nick casi desgañitándose y despeinándose, enloqueció al personal en esta primera despedida, con una frenética exhibición de redobles.
Los bises llegaron con energía, y con novedades: Nick invitó a que subiera al escenario quien quisiera. Ni cortas ni perezosas, cuatro chicas le rodearon y bailaron como si no hubiera mañana mientras el músico se aferraba su guitarra y sorteaba a las improvisadas bailarinas con soltura. Sin embargo, no pudo evitar que tomaran el micro y animaran al personal a gritos — totalmente innecesario — ni que repartieran besos por doquier antes de marcharse.
Tras darle su toque personal a “Pushin’ too hard“, de la banda americana de rock de los sesenta The Seeds, el escenario se vació, depositando al público de vuelta en 2014. En “This is a game“, Nick advertía: “esto es un juego […] no te disgustes si no consigues lo que crees que merecías”. Efectivamente, esto había sido un viaje, un juego, pero no podía existir decepción alguna; este chaval californiano dio todo lo esperado. Y un poco más.
Texto: beatriz H. Viloria Foto: Manu Rivera