Si Portishead con una mano lavaron la otra en su segundo álbum de estudio, a un “trip-hop” que si no está muerto que se lo digan a Tricky (a ver si el responsable de esa obra magna llamada “Maxinquaye” llenaría ahora un Palacio de Deportes), con el tercero las dos manos limpiaron la cara a dicho movimiento. Bueno, sin hablar de unos olvidados “Morcheeba“, que sabe Dios dónde se han metido.
El arisco y demoledor tercer álbum de Portishead aniquiló cualquier atisbo de duda ante la magnitud de la calidad del grupo formado en 1991, por el teclista Geoff Barrow, la cantante Beth Gibbons y el guitarrista Adrian Utley, que tomaron el nombre del grupo de la localidad situada a 15 kilómetros al oeste de la ciudad de Bristol, cuna de los endiosados Massive Attack.
Mientras estos últimos duermen en los laureles de “Blue lines” (publicado, para completar las capicúas, el mismo año en el que nació Portishead) y se acunan en las nanas de “Mezzanine“, aquel tercer álbum de estudio nada tenía que ver con el tercero de Portishead, golpeando los bajos contundentes en un rock sintético, trastabillado en desasosegantes y fantasmagóricas esencias de rock crepuscular.
Vale, era la primera vez que el grupo tocaba en Madrid en 20 años, pero la encorvada Beth Gibbons ya había visitado la ciudad, de la mano de un estupendo Rodrigo Leáo, que la trajo para ver su sombra sobre la letra de “Lonely Carousel” de su álbum de 2004 “Cinema“, junto con otras figuras ilustres. Un tipo listo el de Lisboa.
Y vale también que sólo tengan tres álbumes de estudio, pero quien se olvide del clásico de Beth Gibbons junto a Rustin Man (“Out of Season“), deja atrás la más significativa de la colección de canciones donde la voz de Gibbons suena igual de subyugante. No nos olvidemos de todo esto, porque Beth Gibbons ha hecho algo más que cantar con su grupo de origen.
En su concierto madrileño, no fue una sorpresa que abrieran su rácana hora y veinte (chicos, dais para mucho más que esto, que la gente se ha gastado cuarenta euracos…), con “Silence“, para cerrar las bocas de aquellos que dudan de si Portishead es un grupo de grandes escenarios o de salón, a pesar de que a algunos se nos hiciera extraño que el juego de luces intermitentes iluminara las banderas española y de la Comunidad de Madrid que colgaban del techo.
El aplastante sonido de bajo (herencia inequívoca del llamado “sonido Bristol“), acompañado de esas guitarras chirriantes, dio paso al tribal “Nylon Smile“. La voz de Beth Gibbons se escondía ante tal magnitud de fuerza. Y ella ni hola. Como si fuera un alma que recita sus versos mucho más lejos del escenario, sólo su voz era un complemento a ese ambiente que ha hecho del grupo algo ajeno a este mundo. Han creado un sonido propio y nadie ha sabido acercarse a más de un millón de kilómetros de distancia; y lo saben. Por eso también son inteligentes en crear, en algo menos de hora y media, todo lo que han inventado de la nada. Aunque uno echara de menos “All mine“, ese James Bond revisitado de cabaret. Poco les importó a ellos entregar o no canciones más coreadas, o pensar si su herencia parte de los samplers de Isaac Hayes o Lalo Schifrin.
A partir de ahí, “Machine gun” hizo que el Palacio de Deportes se dedicara a partir de ahora a equipos de petanca y “Wandering Star“, con esa repetición hasta el infinito del ritmo, que los sintetizadores que en esos momentos sonaban por todo el mundo, silbaran como la flauta de los muñequitos de “Mars Attack”.
Con “Roads“, que no es una obra maestra; es algo que los habitantes de otro mundo se llevarán como muestra, junto a trozos de cielo, para enseñar a sus hijos en todos los futuros posibles, los miles de personas que estábamos delante enmudecidos con los ojos empañados. Y esto no lo hace cualquiera. Y al final, hasta Beth Gibbons se convirtió en humana y se bajó del escenario a saludar a su público de las primeras filas. Para que viéramos que hasta el que nos parece más frío de los mortales nos quiere.
Y llegó “Glory box“, cuando todos no podíamos gritar más fuerte eso de “give me a reason to love you“, y el blues se hizo carne para vivir eternamente entre nosotros. Es increíble cómo la magia que desprenden estas canciones puede llenar de esa manera todo un estadio sin que el grupo mueve un músculo de la cara y las máquinas y la voz de Beth Gibbons hagan el resto. La fuerza descomunal de sus canciones es algo digno de estudio. Ni la más honrosa de las bibliotecas del mundo puede investigar en decenas de memorándum el legado musical que este grupo ha hecho a la música contemporánea. Sacando de moldes establecidos (scratches, samplers, blues, rock…) algo nuevo y, a la postre, conmovedor.
No hace falta citar ni más ni menos. Si ellos en hora y media corta de concierto lo dijeron todo, nosotros lo único que podamos hacer es reverenciar su histórico legado. Y pedir que saquen trabajo de estudio lo antes posible; para bien de la humanidad entera a la que le guste la buena música. O del espacio exterior.
Texto: Ángel Del Olmo
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