Nosotros que desde hace ya algunos años quedamos anestesiados con melancólicas poses reconcentradas de autores que proclaman la belleza a través de las letras, las palabras y las melodías. Nosotros que estamos atentos a aquello que aparece como sorpresa y queda impregnado como clásico desde la primera a la última letra. Nosotros que llenamos salas, adormilados en una niebla de la que no queremos salir. Nosotros que proclamados ser seguidores de Smog, Spain, Tindersticks, Leonard Cohen, Lambchop, Richard Hawley, Cass McCombs, Bonnie “Prince” Billy y muchos otros que mezclan instrumentos con una voz desgarradora y profunda. Nosotros que ahora, cobijados bajo un amplio paraguas donde el agua nos moja el recuerdo, nos dejamos llevar por toda esa bruma de aparente indolencia; esa lluvia que deja vaho en las entrañas y nos inunda muchos momentos de buena música. Ahora, impermeables, cerramos filas en torno a Bill Callahan.
Hombre poco comunicativo con su público, envuelto elegantemente en un traje claro a rayas y sus dos acompañantes (guitarra y batería), le sobra tiempo para, en un segundo, abrir un par de milímetros su labio superior y exhalar, -en un reducido espacio bocal-, su prodigiosa voz. A falta de modular esa dicción, no le es necesario subir ni bajar el tono de su monumental discurso, que a veinte años vista, podría convertirle en firme sucesor del más avezado de los cantautores contemporáneos. Su concierto fue imponente por la sobriedad de su puesta en escena, la característica ufana de unos temas que embelesan de igual forma, a pesar de que cada cual tenga su canción mimada. En este sentido, una de las que me parecen más flojas de su último álbum, “America!” sonó como una de las mejores, si no la más espléndida de todas ellas. Con todo, otros muchos podrían quedarse, por poner otro ejemplo, con “Too many birds“.
Arrojando polvo a las pocas astillas que quedan por quemar ante la duda de un concierto perfecto, Bill Callahan apenas levanta una ceja para arañar su guitarra. Y señala sus canciones como si formaran parte de un mismo repertorio, como si tuvieran muchos años de existencia. Es el candor que hace fundir el tiempo y dejarlo parado.
Distante, que parece calculador en medir sus temas y obsequiarlos a su público, en dos horas de concierto puede dejar perplejo al más suelto y congelado al que parece más astuto. Y el más listo que quiera acercarse a su mundo, puede hacerlo, (a partir de septiembre), a leer su primera novela, “Cartas a Emma Bowlcut“, que se publicará en Alpha Decay (de rabiosa actualidad por la publicación de “Richard Yates” de Tao Lin) y seguro que completa su imaginario personal del universo de este pionero del lo-fi norteamericano, que cuenta con más de dos décadas publicando álbumes y cinco trabajos tras dejar su seudónimo de Smog.
Por otra parte, la noche la abrió otra compañera en la discográfica Drag City (por cierto, gran sello, con formidables figuras), Sophia Knapp, más escorada hacia el new age que al dream pop, con el que obtendría mejores resultados que la dispersión de la audiencia. Con sus bases pregrabadas, lo electrónico lo fundió con su esponjosa voz, cosa que hizo absorber del todo la quietud de la gente que esperaba al cabeza de cartel. Y se quedó ahí; en un quiero y no puedo.
Texto: Ángel Del Olmo
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