Es el festival Electrónica en Abril un evento que, por lo que general, siempre ha prometido más de lo que ha terminado ofreciendo. No siempre ha sido culpa suya pero, por una razón u otra -desde un sonido no acorde con los invitados a la indiferencia de un público que no sabe estar a la altura o las limitaciones (y comodidades) propias de un festival que se limita a tres días y nueve nombres en cartel-, la presencia de grandes convidados en su programa no se ha visto correspondida con colosales actuaciones para el recuerdo (aunque alguna ha habido: Prefuse 73 en sus inicios, El-P hace cosa de dos años o The Bug el pasado), una mayor atención mediática o la creación de un sustrato que sirva de alimento al underground electrónico de una ciudad como Madrid, tan necesitada de él.
Quien sabe, sin embargo, si las tornas están a punto de cambiar; si este, el de su séptima edición, puede ser el año de inflexión. Varias son las razones que pueden llevar a inclinar la balanza hacia un lado más favorable: una tónica general más bailable, por la vertiente house del asunto, que a la larga terminará atrayendo más gente (ya se sabe lo que gusta por aquí el cachondeito, como quedo demostrado en la jornada de cierre de este año); una notable mejora en el sonido, imprescindible cuando alguien como Shackleton (y sus bajas frecuencias) viene a visitarte; y un mayor éxito de público que, aunque muy lejos del fenómeno de masas (tampoco queremos que sea así, ¿o sí?), confirma la conveniencia de Electrónica en Abril como cita cultural.
Y eso que las cosas no pudieron empezar peor. La del viernes fue definida por un asiduo como la peor jornada de la historia del festival. Probablemente exageraba, pero no deja de ser cierto que sus tres protagonistas terminaron decepcionando en mayor o menor medida.
La palma se la llevó el dúo de Detroit Dopplereffekt, quienes se pusieron a los mandos de su particular nave espacial y despegaron sin darse cuenta (o dándose, pero como si no) de que se habían dejado al pasaje en tierra. Su actitud estática (Kim Karli, si es que era ella, apenas tocó su Korg en tres ocasiones a lo largo de una hora; Gerald Donald lo hizo más, aunque con una sola mano), la frialdad inicial de su propuesta (basada en su último lanzamiento original hasta la fecha, “Calabi Yau Space”) y la sensación generalizada de que todo aquello era una pantomima pregrabada, llegó a crispar los nervios. La mayoría ni siquiera recuperó el ánimo cuando Dopplereffekt (o la grabación que se traían de casa) decidieron acudir a sus clásicos pretéritos. Pero fue hacia el final, cuando el daño ya estaba hecho. Eso sí: como boutade, y bofetada en la jeta a todo aquel que esperara algo de electroclash, no estuvo nada mal.
Antes, en el Auditorio, non standard institute no terminaron de conectar con los presentes. Ni asomo del piano que ofrecen sus maxis, del hipnotismo minimalista de sus lanzamientos, de los drones prometidos. En su lugar se dedicaron a modular el sonido sin rumbo fijo, a jugar con las frecuencias bajas sin divertirnos por el camino y a arrojar elementos techno en la mezcla sin ton ni son. Y, después, de vuelta de nuevo en el patio, Guillaume & the Coutu Dumonts se dejó de detalles y experimentos, puso el bombo en funcionamiento (desmedido) y se deslizó por una senda conguera y tribalera -lo mejor fueron los apuntes afrobeat- que dejó estupefacto al seguidor (habitual o esporádico) de sus referencias en vinilo. Demasiada brocha gorda, pese a ser viernes noche.
Menos mal que la jornada del sábado elevó el nivel varios enteros. Gracias, en primer lugar, a la sorpresa brindada por Arve Henriksen y Jan Bang (el señor Don Pin Pón del sampler…una risa verle moverse mientras retorcía botones). Lejos del academismo jazz que algunos temíamos, el noruego hasta hizo hablar a su trompeta -en inglés, pero también en la lengua de los elfos- cuando no la hacía sonar como un shakuhachi japonés, mientras su compañero manipulaba en vivo ritmos y melodías. Intrigante y, asombrosamente, muy divertido lo suyo.
Poco después, NHK -a diferencia de nsi el día anterior- sí ofreció lo que se esperaba: dos japos parapetados tras portátil y pedales de efectos descargando metal tecnificado (hijos del bombo, uníos) y hip hop sepultado bajo montañas de ruido y distorsión. Alternaron momentos de alta intensidad con otros en los que parecieron despistarse, pero en general dejaron un buen sabor de boca y nos hicieron desear ya su esperado álbum de debut.
Mientras que la estrella de la noche, The Field, confirmó que no era necesario, pero que tampoco molesta. Me refiero a su empeño en incorporar instrumentos (batería, bajo, xilófono…) a un set que funciona perfectamente sin ellos. Aportan músculo, familiaridad orgánica y vistosidad escénica (tampoco es que se movieran mucho); pero con ellos se pierde parte del encanto amateur de unas canciones hipnóticas y brumosas, de armazón techno y alma pop.
Tras la jornada intermedia, el domingo (mal día para salir de casa, sobre todo si el tiempo no termina de acompañar) se afrontó con mejor ánimo. Las musas, en correspondencia, mostraron su beneplácito. No tanto las de Machinefabriek, demasiado ensimismado en sacar sonidos extraños de su guitarra para después manipularlos con toda una pedalera de efectos, sin aparente rumbo fijo ni concreción sonora. Uno esperaba sucumbir ante un alud de drones…pero simplemente terminó mareado.
Mucho mejor estuvo Shackleton en el Patio. Su directo se mostró más escorado hacia el techno y velocísimo en comparación con el grueso de su producción. Pero el británico no se olvidó de noquearnos con el subgrave (en primera línea), estimularnos con su rítmica tribal o hechizarnos con sus melodías étnicas (sonaron los ecos de “Hamas Rule” y uno estuvo a punto de empezar a flotar). Si el futuro de la electrónica está en algún lado, Shackleton anda cerca.
Tras él, lo de los franceses dOP supo a poco. Y eso que los tipos lo intentaron, en un registro completamente diferente (un mix de deep house, hip hop, jazz y techno, hipervitaminado y macarra), con invasión del escenario (por invitación) incluida. Pero, bien los problemas técnicos con el portátil (hasta dos veces les dejó colgados), bien por el recuerdo de lo antes oído, uno a esas horas se encontró incapaz de metabolizar una propuesta de la que en otras circunstancias, a buen seguro, hubiera sacado mucho más jugo.
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